Rue20 Español/ Fez
Mustafa Akalay Nasser
«Una casa pertenece a su propietario, pero su fachada es de todo el mundo». Víctor Hugo.
La deriva fotográfica por el centro histórico de Morelia.
Una deriva para quien se interese por ver arquitectura es patear el centro histórico de Morelia y fotografiarlo. Fotografiar una urbe como Morelia va mucho más allá de captar las típicas postales del lugar. La urbe donde convive la arquitectura, la crean varias cosas: edificios singulares que caracterizan el lugar llenando los espacios de líneas y geometrías diversas, la gente, las personas que habitan aquellas arquitecturas, que llenan de vida el espacio, dotándolo de una esencia especial que es diferente en cada una de las ciudades. Y la atmósfera, ese aire que se crea de la combinación de ambas cosas; gente más arquitectura, única y diferente para cada ciudad. La que nos habla de la vida, de su cotidianidad, costumbres y tradiciones.
La fotografía urbana abarca cada una de estas cosas. Contemplar el conjunto y saber resaltar cada aspecto en combinación o aisladamente es el objetivo del fotógrafo urbano. Este campo de la fotografía goza de una gran ventaja. La ventaja de tener un mismo escenario en el que cada día, cada minuto transcurre una escena diferente. En la ciudad nunca nada es igual, cada instante ocurren miles de cosas, la calle se llena de momentos únicos e irrepetibles que nosotros podemos fotografiar, el fotógrafo urbano tiene que ser ágil, curioso y especialmente atento observador.
La fotografía, pues, hace visible algo que el ojo no puede ver, mostrando lo que estaba oculto a la visión. Este “inconsciente óptico” no sólo se hace patente en la captación del detalle, sino también, y, sobre todo, en la “fijación” y captación del movimiento. Esta y no otra es la base de la noción de “inconsciente óptico”, acuñada por Walter Benjamin (Benyamin), según la cual la fotografía, con un obturador más rápido que el ojo, y gracias a las ampliaciones y el detalle, daría cuenta de algo que a la mirada se le escapa, algo de lo que sólo tomamos consciencia gracias al ojo de la cámara: mundos de imágenes que habitan en lo minúsculo, lo suficientemente ocultos e interpretables como para haber hallado refugio en los sueños de la vigilia, pero que ahora, al aumentar de tamaño y volverse operativos , hacen ver cómo la diferencia entre la técnica y la magia es enteramente una variante histórica. “Como sugieren algunos antropólogos, una fotografía puede ser un objeto de arte, un ítem u objeto de una investigación etnográfica, una reliquia familiar o todo ello al mismo tiempo. Como otros artefactos, las fotografías fueron hechas por alguien con alguna intención, razón por la cual pueden ser usadas e interpretadas de múltiples maneras.
Precisamente, la metodología aplicada en el estudio de las fotografías debe estar especialmente dirigida a la percepción de aquello que en especial nos transmiten”.
Nuestra deriva por Morelia nos invita a una reflexión sobre la representación de la ciudad o, mejor, sobre el imaginario, los desvíos de dicha deriva describen una suerte de historia de esta representación, es decir, de cómo, en distintos momentos y circunstancias, se ha ido articulando una imagen de la ciudad y cómo ésta ha ido evolucionando desde los años veinte y treinta del pasado siglo hasta el presente, que es el arco cronológico que cubre la deriva.
El fotógrafo flâneur o callejero tiene la oportunidad única de captar el momento, congelar el tiempo, y al final del día conservar algo tangible que le recuerde esa valiosa milésima de segundo. La deriva fotográfica se propone tan solo visualizar la arquitectura del lugar, es un trabajo de fotografía urbana. La deriva se convierte así en una especie de caleidoscopio, compuesto por una miríada de imágenes que se solapan entre sí, se entremezclan y cambian de lugar y que, más que establecer un discurso lineal, evocan asociaciones a partir del fragmento y la sugerencia.
“La ciudad es una escritura; quien se desplaza por la ciudad, es decir, el usuario de la ciudad (que somos todos) es una especie de lector que según sus desplazamientos aísla fragmentos del enunciado para actualizarlos”. (Barthes 1990).
A vivir la ciudad se aprende y se practica. Esa es la teoría de la deriva, que es todo lo contrario de lo que le sucede al trabajador en su vida diaria, del trabajo al sueño (Boulot-dodo).
Frente a eso la deriva es totalmente revolucionaria. Ahora en estos tiempos de prisa y de estrés yo creo que sería el momento de reinventar la deriva y de disfrutar la ciudad sin prisas practicando paseos sin rumbo, caminatas o el elogio de caminar: “Caminar es una evasión de la modernidad, una forma de burlarse de ella, de dejarla plantada, un atajo en el ritmo desenfrenado de nuestra vida y un modo de distanciarse, de aguzar los sentidos. David Le Breton mezcla en Elogio del caminar a Pierre Sansot y a Patrick Leigh Fermor, pero también hace que Bashô y Stevenson dialoguen sin preocuparse por el rigor histórico, pues el propósito de este exquisito libro no radica ahí, se trata solamente de caminar juntos, de intercambiar impresiones, como si estuviéramos en torno a una mesa en un albergue al borde del camino, por la tarde, cuando el cansancio y el vino nos hacen hablar”.
La deriva se presenta como una técnica de paso ininterrumpido a través de ambientes diversos. El concepto de deriva está ligado firmemente al reconocimiento de efectos de naturaleza psicogeográfica, y a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo, lo que la opone en todos los aspectos a las nociones clásicas de viaje y de paseo.
Una o varias personas que se abandonan a la deriva renuncian durante un tiempo más o menos largo a los motivos para desplazarse o actuar normales en las relaciones, trabajos y entretenimientos que les son propios, para dejarse llevar por las solicitaciones del terreno y los encuentros que a él corresponden.
El turismo es lo contrario de la deriva.
Derivar es justo lo contrario de hacer turismo, aunque uno puede convertir cualquier viaje en una deriva y viceversa. Comparar ambas formas de recorrer la ciudad puede ser útil para comunicar que entendemos por deriva. La deriva implica el andar, recorrer y repensar, lejos del ávido ojo del turista, la deriva articula tiempo, paisaje y movimiento y evacua la tendencia a considerar lo urbano como espacio ocioso.
El turista va a un destino, sin que le importa gran cosa cómo llega hasta él; y cuanto más rápido y cómodo, mejor. En lugar de asombrar con hermosuras, buscamos imágenes de las que cualquier errante, viajero o nómada urbano podría ser protagonista: situaciones cotidianas que puede compartir, así como fragmentos de la vida corriente en una ciudad que es la suya, viva donde viva, Retratos de sus vecinos y de las formas en las que habitan día a día sus viviendas y la calle.
Morelia y más concretamente su centro histórico es la ciudad mexicana con más edificios catalogados como monumentos arquitectónicos (posee 1113 y de ellos 260 fueron señalados como relevantes), de tal manera que visitarla ofrece la garantía de un recorrido enriquecedor por su valor histórico y arquitectónico amplio y variado. Estos inmuebles se asientan sobre una suave loma de cantera que abarca 390 hectáreas distribuidas en 219 manzanas con 15 plazas que se convierten en remansos para el visitante.
Otra característica es su ornamentación exterior conocida como “barroco moreliano”, donde los elementos decorativos escultóricos y vegetales dominan los planos y las líneas de tableros y molduras. Las calles y plazas de la capital michoacana se apegan a la forma de retícula irregular y muchas de ellas rematan con un monumento que origina espectaculares perspectivas.
En su declaración, la UNESCO consideró que algunas de las perspectivas urbanas del Centro Histórico de Morelia constituyen “un modelo único en América”. Estimó también que la arquitectura monumental de la ciudad se caracteriza por su estilo calificado como “barroco moreliano”, por la originalidad de sus expresiones locales que se plasman en el Acueducto, la Catedral Metropolitana, en el conjunto de la iglesia de la Compañía y el ex Colegio Jesuita, así como en las fachadas y las arcadas de los corredores y patios de las casas vallisoletanas. Por otra parte, señaló que la diversidad de estilos va desde tipologías arquitectónicas de finales del siglo xvi, donde el aspecto de fortaleza medieval convive con elementos renacentistas, barrocos y el neoclásico hasta llegar al eclecticismo y afrancesamiento del periodo de Porfirio Díaz.
Se debe dejar buen espacio al azar en la deriva como sostuvo Guy Debord, mejor dicho, un buen espacio a la improvisación y al cambio de planes, permanentemente abierto al acontecimiento, a seguir las múltiples vías de exploración que continuamente surgen. De nuevo es oportuna la comparación con el turista, ni él puede influir en eso que se le ofrece, ni el sitio turístico está fabricado para otro propósito que para convencerle de que vuelva la próxima vez y siga consumiendo.
Muy distinta es la deriva porque el conocimiento que adquirimos sobre la ciudad y sobre nosotros mismos en la relación con ella es la apertura para empezar a influir sobre un destino que hasta ahora se nos ha proporcionado decidido por otros y cerrado de antemano sin que nosotros nos hubiéramos enterado siquiera. La deriva es una actividad crítica y autocrítica; implica un compromiso serio con la ciudad entendida como territorio vivo.
“El flâneur es, sin duda, la figura por antonomasia de la resistencia ante la nueva temporalidad de la ciudad. Como ha observado Benjamín, su más lúcido examinador: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño del que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros”.
Y el «flâneur» no es más que eso, el urbanita que pasea por la ciudad y se va deteniendo en los escaparates, las tiendas, sin ninguna intención concreta. En ocasiones ese paseante entra en algún piso para ver cómo vive la gente, o se toma un café con pestiños en una de las mejores cafeterías del centro histórico de Morelia. Lo que importa es el hecho del paseo sin intención, sin cómo ni por qué, dejarse llevar, cultivar “la douce oisivité”, “la farniente” o mejor dicho el derecho a la pereza (Paul Lafargue).
Algo muy similar nos sugieren los mapas psicogeográficos que Guy Debord hizo de Paris. Las derivas tienen inmensas posibilidades si se hacen en grupo, si después de la excursión se hace un trabajo de puesta en común, de la discusión que se produzca en el grupo surgirán nuevas ideas. También puede ser muy interesante la confrontación con otros datos (de tipo académico, literario, periodístico, fotográfico o dibujado etc.)
Las dimensiones de la deriva entonces se multiplican en experiencias y recorridos o desvíos y cada dirección abre puertas para lanzar nuevas derivas. La deriva es recomendable. La ciudad es el espacio de la representación de los símbolos, la memoria y los sueños, el lugar de la creatividad y la libertad, del orden y de su transgresión.
Está compuesta por capas de vestigios, tensiones y placeres. En ella se establecen las relaciones personales. Toda ciudad como Morelia dispone de puertas que cualquiera, en compañía de otros mejor que solo, puede abrir cuando estén cerradas.
A María Antonia Trujillo, fotógrafa urbana.
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